lunes, 9 de marzo de 2009

El cuadro subconciente. Sueño segundo.



La vejez había despertado en el estomago de Víctor. Una bola palpitante que crecía a medida que pasaba el tiempo, como un tumor, había llegado a un punto en el que le presionaba la caja torácica y le impedía respirar. Al otro lado del espejo veía su cuerpo nauseabundo, tantas arrugas, sin pelo y escuálido como una momia aun por desenterrar, acumulando avara la eternidad, sobreponiendo pliegues de piel sobre una base gris ceniza. Ya no era aquel monstruo, mitad bestia mitad humano, que al crecer se marchito dejando la impulsiva felicidad a un lado, para enterrarse en pequeños problemas.
Los niños siempre le habían incomodado. Cuando había uno cerca lo sentía aunque no lo viera, su cuerpo lo notaba. Su cerebro reaccionaba violentamente, desterraba por unos segundos todo el armazón social para rendirse al deseo de desgarrar esa bola de tierna carne.
Los niños se asemejan más a los animales que a los hombres, no son de la misma especie. Le parecía inconcebible haber nacido de un vientre materno, tener infancia, aventuras imaginarias, una realidad distorsionada y revestida de primitivas creencias. Aquella época en la que la imaginación llenaba los huecos de la ignorancia. Pero siempre existe la posibilidad de un mundo conspirador. Víctor se lo imaginaba como una cámara oscura llena de pequeñas personas, encapuchadas y agazapadas sobre una mesa de madera, discutiendo como ha de ser el mundo. Algo así como Dios, pero un Dios economista con el sentido del beneficio extrañamente retorcido. Un hacedor que se veía impulsado a crear esclavos, un poder superior imperfecto, chapucero, torpe y caprichoso, que no se nutría del amor sino de oro.
Era la creación del mundo sobre su propia marcha, era como llenar la casa de muebles antes de que esta siquiera tenga cimientos. La realidad se asemejaba al juego de un ilusionista, distrae la atención con una mano, mientras que va sacándose el conejo del bolsillo. Los niños en cambio parecen salvar el juego, no se sorprenden con los trucos, creen que debe ser así, sin más. Observan el mundo con una estática pasión indiferente que a ratos enfría y a ratos parece ser un incendio que todo lo devora. Lo mismo les da ver llover que un tigre albino levitando a cinco metros del escenario.
Cuando uno de esos pequeños propósitos de eternidad solapa, con su visión torpe del mundo, las teorías de las mentes pensantes de nuestros siglos, de lejos se ve que algo no marcha bien.
La calle estaba embarrada, la noche pasada había llovido y varias alcantarillas saltaron por los aires inundando las calles de excrementos. El hedor era insoportable, la mayoría de los viandantes – escasos – se tapaban los morros con pañuelos y mascarillas. Sentía el contacto aislante de las multitudes, se arrastraban con las caras tapadas y el ceño fruncido. Le daban ganas de saltar en los charcos de mierda y salpicarlos a todos de arriba abajo, de llenarlos de su propia porquería, de sentirse el motivo del asco general, causa de la descomposición social que se excreta a si misma. Quería derrocarlos a todos de sus torres de marfil salpicándolas con suntuosas cantidades de mierda, como una marea negra de su propia medicina.
Pero estaba solo en medio de la calle, con su par de matojos de pelo sobre la cara y mirando su reflejo en uno de los charcos. “¿Cómo salir de aquí?”

2 comentarios:

  1. venga, decidme que es una puta mierda. La verdad, me alegraría el día saberlo. Nunca consigo distinguir algo bueno de la más pura bazofia. Y este no me convence del todo, lo que segun un criterio más elevado, se traduce en basura.

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  2. Mmmmm... pues a mi me gusta ¬¬

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