viernes, 15 de julio de 2011

El mundo imperturbable.

Las manos que lloran tempestades, sudorosas de lirios trenzados con mordientes espinas. Las sepultan y se retuercen como las del avaro, se asexuan en sus constricciones. Beben arenas de las cuerdas que arrastran, como si fuera la melena de una gran roca, y el amo siempre atento, para ahogarlas en polvo.
Manos que carne tocan, siempre con hedor a podredumbre. Manos que con cuero se cubren, pues piel no tienen, deshilachándose en carroñas como las del muerto. Manos de esclavo y de hombre libre, siempre más cerca de la cadena que del brazo

El mentiroso en la encrucijada

Hay un demonio que calza mis pies. Sentado está al borde del acantilado, tirando guijarros al abismo y riéndose. Cada certero lanzamiento a la inmensa calma me desprende de alguna apetencia, quedándose mi mente en paz.
Al otro lado juegan las llamaradas de una casa encendida, y me vienen los recuerdos de un futuro que soñé. Sube el globo y toma el relevo un dios perezoso, mil caras tiene y con mil bocas habla – como si no hablara.
En una encrucijada me sienta este, mirando hacia las mil sendas empedradas. Me habla de la redención y exige sacrificio. A muchos como este he conocido, y con muchos que sus voces oyeron he hablado. Polvo son, como plantas van esparciendo semillas y al pasar su tiempo se dan de comer a sus brotes – como dioses quieren ser.
Entre estos dos amos estoy yo, bramando junto a mi rebaño, que no es mío sino que soy el yo no querido que me obliga a ser él.
En otro tiempo – siempre mejor – me soñé el barco errante, más mis sueños fueron, como su creador, pasto de lombrices y serpientes.
Me hago viejo y entupido, ya no me valgo a mi mismo, y con este estado tengo que lamentar que este mundo – el mejor de los posibles – me ofrece saltar detrás de los guijarros, y que el vuelo me acompañe al menos una de mis apetencias, una lujuria, una gula, hasta la muerte, pero eso tampoco me haría mejor ante mis ojos – aunque ante los del rebaño solo dejaría una limpia estela de bondad.
Quizás debiera alejarme de todo lo que maldigo, como el niño que enciende la luz para espantar a sus monstruos. Nuestra esencia es increíble, es inteligencia y es mucho más – misteriosa e ilógica – pues no consigo hacer acopio de esperanza para ver que la vida moderna sirve para algo más que el comercio de los antidepresivos, y aun estos dejan de hacer efecto al tiempo.
Peor todo esto tan solo se apoya en mi voluntad, al fin y al cabo siempre puedo volver a ser un niño y buscar el mundo. Todo esto es falta de voluntad, pero la voluntad entupida siempre es más voluntad.

Lamentables

En sórdidas cáscaras sus sueños arrimados, que solo ven lo que en su palma canta. El gran avance de pequeños hombres ha hecho de este mundo mil peceras. Lo que soñaron nuestros padres, y coetáneos, se ha perdido y ese viaje a la aluna, el hombrecillo con escafandra, como un globo de helio botando entre la débil gravedad.
Y esos coches que despegan y se transmuta su materia para cruzar el universo, con pipa y sombrero.
Ciudades altas de cúpulas, sin cementerio, entre los peces y los crustáceos en el fondo del mar como una gran concha se despliegan.
Y todo esto más todo lo imaginable, lo hemos permutado por astucias, dinero que se cambia por tiempo, y gustoso cambiaba yo toda la modernidad por fuego – sin ceniza ni esperanza.

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En infiernos malabares, se debaten en aleteos los lívidos estertores de almas arrojadas como piedras.
A voluntades caprichosas – pocos deseos y voluntades tibias, como caparazones de tortuga o alas de libélula.
El humo que mancha los boquetes, y asciende, negro y espeso, por su simpleza entra al edén, y la ceniza al averno.