sábado, 7 de febrero de 2009

"Las polillas" - Acto 3, escena 2


En una de las calles centrales, frente a la catedral del centro, un predicador con los ojos fuera de las orbitas berreaba sentencias ante el populacho, encaramado sobre una caja.
- Vosotros malas bestias, vosotros hijos de Satanás, infieles, repugnante tiña de gusanos, puercos adoradores de Mahoma…
- ¡Bravo! – gritaba uno de entre la multitud.
- Despojo de viejo – gritaba otro con greñas y barba.
- Sutil, sutil, sutil – canturreaba un niño, que hacía un rato había aprendido una palabra nueva, mientras señalaba la masa de piedras con crucifijos.
- ¡…este es vuestro imperio! – volvió a la carga, lanzando un puñado de tierra que se había sacado del bolsillo. Llevaba ensayando ese número durante semanas, y muchas copas le hicieron falta para salir a la calle.
- ¡¡¡Chas!!! – un gran estruendo al fondo.
La nubecilla de tierra gris fue llevada por el viento y dio a parar en los ojos de un conductor que, distraído, miraba a través de la ventana. Este atravesó dos parabrisas, yendo a parar al coche de enfrente. El metal de doblo – como estaba previsto que hiciera – y todos fueron cubiertos por un copioso baño de tinte rojo.
El único del público que realmente se sorprendió por lo acontecido era un perro. Un perro muy bien educado por cierto, se había dejado ver con los más famosos canes, las altas alcurnias de su género.
- Inmundicia de hombres. ¡Siempre son tan groseros a la hora de morir! Si no montan un escándalo no se van felices…
- ¡Veis lo que os pasa! Os entregáis a la orgía, la sodomía… ¡¡¡oh el pecado!!! – y al terminar se deshizo en una nube de humo rosa.
- ¡Paso, paso! ¡Una mujer preñada y gorda se encuentra mal! ¡Gloria a los hijos de la patria! – siguió el can, tirando de su dueña que no por preñada sino por glotona, estaba cogiendo un haz de colores verdosos.
Sin duda Tomás se lo estaba pasando en grande. Todo estaba saliendo a pedir de boca, “el no – contenido, contenido en su obra era el glorioso reflejo de un genio sin igual.” Pensaba en voz alta maravillándose del espectáculo.

Al borde de la crisálida que envolvía la ciudad, un pequeño barco se mecía sobre la tranquila corriente. Un pescador con la cara envuelta en vendas sacaba una sirena del agua.

Imagen desde : http://luisledesma.deviantart.com/art/predicador-de-mercado-90271131

martes, 3 de febrero de 2009

"Papiroflexia" - Parte 2



A la tarde siguiente, después de hacer unos recados, recibí una llamada.

- Inspector Molin, que grata sorpresa. No esperaba escuchar su voz tan temprano, la de anoche fue una tarde muy larga. Que hace que no esta en la cama?
- Mi oficio no conoce el descanso amigo mío. Pero dejémonos de protocolos, necesito su presencia con la máxima urgencia, y si puede traerá a su amigo. Vera usted, nos ha surgido a raíz de lo acontecido anoche, un...- suspira - accidente.
- Monsieur Andreu? Es un hombre ocupado, pero veré que se puede hacer.
- Es un asunto de máxima urgencia Nicolás, gustoso le daría mas detalles al respecto, pero mejor vengan y lo ven ustedes con sus propios ojos. Aun así, y conociendo la naturaleza de los hechos, que no la conozco, a ustedes les agradara estar sentados donde yo estoy sentado, lastima que no todos compartamos la misma suerte.

Colgué el teléfono alarmado, me parecía extraño que el inspector, uno de los hombres más competentes de la ciudad necesitara ayuda externa. Aun así, que es lo que puede haber de relación con el asunto de las sombras. Es cierto que Andreu no me dio detalles, es mas, lo que expuso en aquel salón fue su último y único veredicto. Seguidamente fui a buscarle, pues pocas cosas le gustan menos al inspector que los retrasos, y conociendo a mi amigo, el halo de esperanza estaba descartado.

Llegué a su triste portal que ya desde fuera hacia palidecer el alma del invitado, llame varias veces. Al otro lado del cristal cromado, apareció una sólida silueta. Tras el gemir de las bisagras, una nube de humo gris se extendió fuera del alfeizar y escupió con marcadas sílabas un “Que quieres”.

- Policía, vengo a ver a Monsieur Andreu – mentí.
- Ah, ese granuja, debe estar arriba jugando con sus inventos – suspiro mostrando dos filas de amarillos dientes – Desde que se mudo al ático, ya no hay ni paz ni descanso para la gente decente. Espero que vengan a llevárselo.
- Usted déjeme pasar – ataje – no tengo tiempo que perder con su parloteo.

La nube lanzo un gruñido de disgusto, pero la puerta se abrió y me perdí entre el laberinto de pasillos infestos. Subí escaleras, pasillo a la derecha, más escaleras, aun más a la derecha, más arriba; tenia la impresión de estar coronando el Tártaro desde sus entrañas.

Me costo aun mas trabajo abrirme paso entre sus trastos para llegar al pequeño salón, formado por no mas de dos butacas y una ventana que daba a la pared de enfrente.

- Amigo mío, el inspector me ha llamado hace un par de horas, dice que necesita vernos a ambos.
- Oh, ese viejo, tú no le hagas caso – murmuro desde la cocina – Ven, como prefieres el té.
- Solo, sin azúcar – me quede pensativo. Andreu es un hombre complicado, y no hay forma posible de conseguir meterle ni una pizca de razón en su enredado raciocinio.
- Entonces, ese viejo. Cómo dijiste que se llamaba?
- Molin, es un viejo general del ejército francés.
- Ja, francés eh? Pues vaya, me parece que se ha perdido un poco – dijo asomando la cabeza entre la cortina ocre que colgaba de dos clavos en el alféizar de la cocina – Y con que asunto se supone que nos reclama ese carcamal pretencioso.
- No he dicho que fuera urgente amigo mío – trate de disimular toda mi impaciencia - pero dijo que guardaba relación con lo acontecido anoche. Ese juego tuyo de espejos.

Recibí una cálida risa como respuesta. Y una cabeza asomada desde la cocina me sacaba la lengua.

- No entiendo como puedes estar jugando en un momento así amigo, te lo digo desde el más profundo respeto. Pero el inspector es una persona seria y competente, no nos hubiera requerido si no fuera un asunto de máxima atención – trate de convencer.
- Oh, amigo mío, tu siempre tan susceptible. Relájate, tomate el té y nos vamos. De todas formas esta tarde no tengo nada mejor que hacer – dijo con voz melosa, mas bien parecía un perezoso ronroneo de gato.
- Que más puedo hacer?!
- Al final te vas a quedar sin té amigo – ahora su voz parecía mucho más molesta. Así, y para no enfadarlo, preferí callarme y entretenerme leyendo un libro que tenia en la mesa. Era un libro viejo, de páginas amarillas y rotas por los bordes. No tenía tapa, ni fecha de publicación.

Se dividía en seis capítulos, y cada capitulo a su vez, en tres actos. Leí un breve apartado, apenas dos párrafos, antes de que una de las grandes tazas aterrizara sobre el libro. "La curiosidad no es una virtud" atajó el bribón. Sonreí sin mas, nos tomamos el maldito te y ya pudimos irnos. Al llegar a la comisaría, nos encontramos ante la imagen de una granja de hormigas inundada. Todos corriendo de un lado a otro con anchas carpetas de cuero, gritos, sonido de tacones y olor a tabaco rancio y whisky.

- El inspector?
- Esta en su despacho, junto a aquella mesa - contesto un becario con ojeras.

Antes de entrar en el despacho nos servimos un par de cafés para aparentar, no había que darle juego a Molin, era un perro viejo que podía sacar oro de una piedra.

La luz azul que salpicaba el ordenador, era lo único que iluminaba aquella cueva sin ventanas, los alógenos estaban apagados y apenas se podía distinguir la silueta del viejo en su sillón de cuero negro. En la mesa tenia una montaña de papeles manchados de tinta azul, varias fotos indistinguibles por la oscuridad y una especie de calavera Shekspeariana. Supuse que era de yeso; preferí suponer eso.

- Creo que antes de nada deberías de ver esto - dijo cogiendo el teléfono y ladrando un par de ordenes que no requerían respuesta.
- Pero monsieur Molin, ya que nos ha traído hasta aquí, por cortesía seria menester de compartir los tres un buen puro de esos que confiscan en las calles a jóvenes "m a l e a n t e s".
- Joven impertinente! Os he traído aquí, porque se por seguro que os interesaría colaborar en este "caso", si así se puede llamar.
- Pero aun así, no hemos podido comprar tabaco por las prisas - siguió Andreu con voz risueña.
- Sírvete de lo que quieras condenado, la caja fuerte esta abierta.
- Oh, es usted muy amable, aunque no había conocido a nadie tan tacaño ¿Guarda los puros en la caja fuerte? Supongo que nadamos en aguas internacionales.

"Papiroflexia" - Parte 1



Hora crepuscular en el gran salón de la Mansión Mirador.

Olor a habanos, en una blancura virginal, sumergida en la inocencia sugerida por las formas geométricas del elaborado diseño.
Indicios de fiesta y media docena de invitados acompañados por guardias engabardinados. Leve tumulto en la sala.

El anfitrión, Sr. Gould sentado en el sillón blanco oculta su cara entre mechones negros engominados. Su oscura sombra se derrama sobre el suelo dando a parar con la cabeza en el espejo de plata del otro lado de la estancia.

La sombra llama la atención por su inusual densidad, casi parece vino derramado que mana del espejo y confluye a los pies del viejo, que era mas conocido por ser el dueño de una fabrica al norte, que como por toque de midas lo hizo de oro. Una fortuna bien amasada.

Yo por aquel entonces, hacia migas con un ilusionista, Andreu, cuya especialidad eran las ilusiones ópticas y más concretamente los juegos de sombras.
Era un gran hombre, tanto dentro del escenario, como fuera de él, aunque tenia un mal vivir casi bohemio, si aun se permite utilizar esa palabra en nuestros tiempos.
Habitaba un viejo ático de una casa antigua y ruinosa. No había ascensor, y el olor a orín lo impregnaba todo. Su vida se desarrollaba en el escenario, y fuera de él solo podía hablar sobre lo que hacia dentro.

Andreu pasaba aquella noche conmigo en uno de tantos bares irlandeses que parecen no cerrar nunca. Una llamada directamente al bar interrumpió la acalorada discusión que manteníamos. Se trataba de un tema delicado, una tertulia sobre el arte que tenia como fin desdoblar el lado oculto de la creatividad individual. Problemas económicos al fin y al cavo. El inspector jefe, que tenia una estrecha relación de amistad con migo, necesitaba nuestra presencia en el lugar de un crimen que tenia perpleja la buena mitad de la policía bretona.

En media hora nos encontrábamos dentro de la Mansión Mirador. Tras colgar el sombrero en la muñeca de una estatua de mármol que coronaba la escalera de caracol, irrumpimos en el Salón. Ante el impactante panorama que nos ofrecía la noche, Andreu no tuvo otra cosa que sonreír, y con un gesto de cómplice, me hizo apartarme a un lado.

Se puso justo en la mitad del eje que separaba al muerto del espejo, y como si estuviera frente a un público algo perezoso, alzo la voz llamando la atención con aires de director de circo y cortésmente se dirigió a los presentes.

"Damas y Caballeros, esta noche asistimos a un macabro espectáculo, hechos inusuales brindados por el azar.

En el crepúsculo, el mundo de los vivos y el mundo de los que ya partieron al otro lado de la Laguna, en encuentran momentáneamente en el mismo plano difractándose como dos ondas cualesquiera. El Sr. Gould ahí sentado, casualmente, como es costumbre que los hechos inusuales sean producto de contingencias inconexas, apuraba la copa de vino y dejaba este mundo en el preciso instante en el que ambos planos colisionaban. Su sombra, que ya no era suya, libre de ataduras y empapada en humo y vino, fue a parar en el espejo de plata, dejando en el suelo una larga cola. Esa cola, no es otra cosa que la fuerza afectiva de Gould por aferrarse a este mundo, y como las lagartijas, la sombra se separo de su prisión, dejando atrás toda relación con este mundo, que ustedes y yo pisamos. Así, lo que veis no es la sombra del Sr. Gould, sino un halo de vida, que empaño el suelo y la pared. La sombra, y con ella lo que ustedes llamarían alma de ese pobre anciano, han quedado atrapadas en el mundo especular, lo mejor seria tapar el espejo y guardarlo bien.

Por los demás, murió envenenado. El resto os lo dejo a ustedes."

Tras pronunciarse, tapo el espejo con una de las gabardinas de los guardias y lo perdió entre los pliegues de su abrigo.

Volvimos al bar sin entretenernos demasiado, y continuamos la conversación con el camarero. Una placida sonrisa cicatrizaba en la cara de Andreu.

Tras estos acontecimientos, estuve reflexionando largo y tendido sobre las contingencias y sus efectos. Al final todo desemboco en una fobia a los espejos, ya que me parecía ver al Sr. Gould asomarse de entre la penumbra del crepúsculo, esperándome al otro lado. A fin de cuentas, no tardaría mucho en ir a parar a su lado.

"Las polillas" - Acto 3, escena 1




Acto III. Escena I.
- ¿Le pasará algo a ese cabrón? – un intermitente silencio, entre suspiros, llantos y sonido del cuero estirándose. Todos habíamos oído lo de su casa, pero nadie pudo contactar con el, ni móvil, ni mail, nada, ese tipo se había borrado a si mismo de entre nosotros.
- ¿Mujeres? – Alex ya no sonreía.
- ¿Siendo él como es? No creo, esto es algo más grave. Estará deprimido.
Él lo oyó todo, desde las paredes, desde los recovecos de un bosque repleto de maleza. Allí, solo había que fijarse bien y se vería su melena enredada entre varios árboles verdosos. Como un lobo acecharte, pero quieto.

“¿Como he de actuar ahora? Cuando cae una piedra en medio de un bosque desierto, nadie la oye, hace falta algo lo bastante grande para que se estremezca todo el continente.”
Borja seguía fumando, tenía un luky en la mano, otro en la boca y una cerveza entre los pies. El negro escorpión correteaba alrededor suya. Una enredadera que colgaba desmesurada de una terraza saliente le protegía del sol. De repente, una ráfaga de viento aparto las densas hojas, dejando que un pequeño rayo de luz penetrara entre su sombra personal. Vio las cosas claras. Era como un emperador chino, que reinaba, pero nadie sabia quien era su señor ya que el imperio era demasiado extenso, y las noticias no podían recorrer la distancia desde el palacio hasta el pueblo más cercano en el tiempo en el que duraba una vida.
- Algo grande, lo bastante. – una sonrisa orgullosa iluminó su frío y tenso semblante. – Quizás el otro pueda ayudarme.

Tomas estaba enredado en una crisálida brillante de colores rubíes, estaba creando, estaba perdido y creando. La habitación estaba llena de sensaciones, sensaciones dulcemente confeccionadas. Las paredes estaban revestidas de colores aterciopelados que se deshacían y volvían a resurgir dando nuevas formas, nuevos dibujos acrílicos que salían y bebían trementina a largos tragos. Una gran orgía de impresiones lumínicas como neones fluorescentes en una noche decadente. Estaba conectado y volaba.
En pocos minutos la ciudad entera era suya, toda la ciudad dominada por una especie de dios Eros. Rostros lejanos de gente que reía, todo era una entretejida red, un pacto con el diablo bien consumado. El caos había invadido todo.

"Las polillas" - Acto 2, escena 4

Escena IV.
A la mañana siguiente un torrente de información ataco la cabeza de Ruso. Se levantó como de costumbre en su cama, empapada de vomito, sin acordarse de nada claro. Sabia que anoche salió, que Borja había desaparecido, que acabo jugando a las cartas con Alberto y unos amigos suyos en la Guarida, que ganó mucho dinero y luego se lo bebió todo. Pero nada más, ni como llego a Fuengirola, que estaba a treinta kilómetros de Málaga (que no era distancia para ir a pie tambaleándose), ni tampoco de con quien había pasado las ultimas horas de la noche. Nada, todo era un torbellino confuso de gratuita y barata información de resacoso.
A su lado dormía un tipo con barba negra y rizada de varios días, una barata camiseta negra que anunciaba “Metallica” y unos tenis imitación de Converse.
- Oscar tío, despierta coño. ¿Se puede saber que haces en mi cama?
- ¿Eh, que pasa Ruso? – el tipo parecía desorientado y confuso.
- Lo que pasa es que estas metido en mi cama con tus sucios zapatos. Y además – hizo una leve pausa- me has jodido el edredón con tu vomito.
- Lo siento tío – roncó y volvió a dormirse.
En un par de horas Ruso ya estaba en Málaga, paseando por la facultad, oliendo a limpio y perfume, con una camiseta impecable y una americana que iba a juego con su sombrero y ojeras azuladas. Siguió un pasillo amplio de losas grabadas, con una pequeña jardinera en medio que se llenaba de enredaderas y otras plantas muertas, a los lados torres de hormigón cuadradas, de dos o tres pisos de altura, giró hacia una que se situaba a su derecha, un cartel plastificado rezaba “Cafetería”. “Oh si, por fin un buen café de maquina y algo de comida decente.”
Ahí, en un pequeño coro alrededor de una mesa roja de Coca cola, estaba el grupillo de artistas: Alex, Tomas, Alberto, Valentín, Lucia y Borja.
- Saludos rezagado, que tal a noche – dijo Alex con un ronroneo felino y una mueca risueña de iluminados ojos.
- Bien, bien. ¿Alguien se acuerda de que me paso? – desvió su mirada hacia Borja – ¿Oye, y tú donde te metiste? Alberto y yo te llamamos una docena de veces al móvil.
- Hm, creo que lo perdí. Y bueno, también siento que anoche yo me perdiera, pero recibí una llamada muy importante de un asunto que tenía que atender.
- No dijiste que se te perdió el móvil – Ruso lo miraba fijamente a los ojos, con las cejas en V y los labios apretados formando una fina línea rosada. – Bueno déjalo, ya me contaras como te fue Don Juan, yo voy a por un café. ¿Alguien quiere algo?

Aquella tarde el grupillo se disolvió, cada uno tenia asuntos que atender, Valentín se fue a casa de Lucia, Ruso y Alex se perdieron por el centro de Málaga y Tomas tenía clase por la tarde.
- ¿Qué mierda creerá la policía? Hay un cuerpo calcinado, un estudio con media docena de cuadros quemados y pintura por todas partes. Ninguna otra habitación de la casa había sufrido daños. Bueno, del cuerpo me he deshecho, ahora bien, como explico lo del incendio… Este hombre era un calzonazos, tardare más en excusarme ante los padres que en convencer a la policía.- Borja pensaba frente a la puerta de madera de su casa. Anoche había quemado el estudio, eliminando todo rastro de su “huida.” Sabía que Tomas fue más discreto y que se deshizo del cuerpo tirándolo al mar, pero él fue más torpe, llenó de sangre todas las paredes y los lienzos, el fuego era el único remedio fácil y seguro. Además, como la casa era de hormigón, con unas paredes bastante resistentes y una puerta metálica, sabía por seguro que el resto de la casa no se dañaría. Tenía una coartada, Ruso y Alberto afirmarían que estuvo con ellos al menos hasta el momento que se produjo el incendio y estaban lo bastante lejos de su casa como para que nadie demostrara que fue él quien lo provoco. También dejo una botella de éter y una vela para que pensaran que todo fue accidentado.
- Pero además de todo esto, la policía solo mide el crimen según el poder de solvencia del sospechoso, y toda sospecha puede diseminarse con un buen fajo de billetes, y eso para un pintor no era un problema – se saco un arrugado paquete de Luky del bolsillo y se encendió uno. Una pequeña hebra salió casi volando del tubo de papel y se le poso en la camisa, aún caliente y llena de todo tipo de líquidos, fluidos y alcohol.

Los ojos del detective se clavaron en los suyos como puñales, rígidos y afilados. La fina boca cubierta por un espeso bigote, un traje algo sudado, una corbata con el nudo deshecho y un par de botones desabrochados que mostraban la deshinchada papada de aquel.
- Así que dices no haber estado en el estudio en toda la noche. – dijo pausadamente, marcando las silabas y relamiéndose los labios. – Sabes, encontramos algo de ropa quemada con restos de carne pegada en el suelo. Sabes si había alguien más con tigo, algún amigo al que hayas invitado y que se quedara en el estudio.
- ¿Alguien? No se me ocurre nadie.
- ¿¡Quien!?
- ¿Alguien, quien?
- No juegues con migo niño, los dos sabemos que había alguien. Era un hombre porque encontramos pelo pegado a la carne. ¿O era una mujer peluda? – el viejo rió entre dientes.
Borja hizo una mueca agria de disgusto – Oiga, no se de nadie que pueda haber estado allí. ¿Han pensando en que podría haber sido un robo?
- Un robo. Oye si, vamos levántate, nos vamos a la comisaría. – El detective se levanto de la silla de madera, rodeo la mesa y toco el hombro de Borja, que sonrió mostrando dos filas de dientes blancos e irregulares. La caja torácica del viejo empezó a agitarse, la respiración se acelero y dos pequeñas gotas de sangre salieron de sus oídos, los ojos se nublaron y los brazos se le pusieron rígidos y tras un crujido de rama seca, los hombros se desencajaron y los codos se doblaron hacia el lado contrario, luego el temblor pasó a las manos que empezaron a girar sobre las muñecas como dos ruecas fuera de control. La camisa empezó a abultarse por las costillas que palpitaban como las patas de un ciempiés. La lengua que colgaba como un péndulo rosado se fue ennegreciendo y alargando, un leve zumbido y la piel ya no resistió más. Las paredes llenas de sangre, el cadáver en el suelo, por un lado la mandíbula, medio torso por otro, entrañas rosadas y una decena de ratas saltando y peleándose furiosas entre ellas. Borja se levanto y tras un chasquido de su dedo pulgar con el índice, la habitación volvió a quedar intacta, solo que sin el menor rastro del detective.
- Ahora a ver a Tomas. – suspiró.

"Las polillas" - Acto 2, escena 3




Escena III.
A la media hora Borja había desaparecido, no se perdió en un bar, ni entro en un lavabo del que no había salido, sino que desapareció, sin motivo, en medio de la calle; estaba y ahora ya no. Alberto saco su Nokia del bolsillo, marco el número.
- Seis, Seis, Cero, Nueve… ¿Qué sigue ahora?
- ¿Tres?
- Tres…- varios tonos, una voz de mujer, bastante digitalizada le recibió el mensaje, prometiendo guardarlo después del pitido. – El contestador.

Un cuarto oscuro con leves matices anaranjados sugeridos por varias velas dispuestas en círculo y una lámpara de plástico residual en medio, techos bajos y sillas mal dispuestas a lo largo de toda la sala, una mesa pequeña con diseños islámicos adornaba la habitación, Borja estaba sentado frente a ella.
- Venga pequeño, no tengo todo el día – sonrió y emitió un gruñido. Del vaso vació surgió algo parecido a dos pequeñas pinzas negras, un caparazón de placas y una larga cola enroscada sobre si misma. Un pequeño escorpión salió de entre el hielo y se le puso de frente.
Borja llevaba una chaqueta de cuero negra y alta, una camisa blanca por fuera de unos vaqueros azulados. Alargó la mano hacia el escorpión, este subió obedientemente a ella, trepo por la chaqueta hasta la abertura de la solapa y tras ver la vena azulada y palpitante que le recorría el cuello, clavo en ella su aguijón, después se esfumo en una nubecilla de humo negro.
- Ah, maldito bicho – su cuerpo empezó a temblar, las venas se agitaban violentamente como serpientes enrolladas a lo largo de su piel formando cordilleras dispuestas al azar, frías gotas de sudor empezaron a surgir de su frente y sus ojos se volvieron en blanco. – Joder, putos toxicómanos, que mierda me han dado. Dios.
- ¿Qué ves? ¿Qué coño estas viendo, eh niño? – gimió un tipejo delgaducho y pálido, cubierto de pecas, que se sentó corriendo en frente suya.
- La torre de Babel, mil pisos girando unos encima de otros, gente tirándose desde las alturas a la inmensidad del suelo, veo sus huesos romperse, siento su dolor, estoy dentro de ellos.
- ¿Te ha dado fuerte eh?
Borja se levando tirando la mesa, se acerco al tipo tanto que las gotas que resbalaban por su nariz mojaban los labios del otro. Se hurgó en el bolsillo, un chorro de sangre mancho la chaqueta y la camisa blanca, el drogata se desplomo en el suelo apagando varias velas con el peso de su cuerpo.
- Bien, ahora a pintar.
Bajó la fina escalera de caracol a la sala principal, eran ya las cinco, una serie de torres de sonido hacían llover la música sobre un grupillo grosero de borrachos sudorosos, que emitían un vaho rancio y blancuzco. En la barra, un chico joven con chaleco y tirantes le puso un tequila con algo rojo flotando en el fondo, Borja no se preguntó que era, lo apuro y dejo en la mesa un sucio billete de vente. El camarero le indico con el índice mojado a una chica, al fondo de la sala. Llevaba un jersey blanco de lana con una cremallera metálica que la separaba de modo vertical en dos, una pequeña falda azulada de red y unas botas con tacón metálico. Miró a Borja y le hizo una señal con la barbilla, toda su cara se meneo al ritmo de la música, su pelo liso se elevo sacudiéndose de la pesada gravedad, sus manos dibujaron círculos en el aire. Se tambaleo hacia él, con un gastado gesto de muñeca le abrió la camisa e introdujo su mano bajo el cinturón y los abultados pantalones. La siguió expectante, ella contoneaba la cadera y se paraba en seco cada pocos pasos para restregarle su trasero. Las drogas y el alcohol habían hecho mella en su conciencia y no controlaba sus movimientos, torpes, que intentaban alcanzar los pechos de la joven.
- ¿Te acuerdas de mí? Acabas de terminarme esta tarde, como quieres que te lo pague.
- Todavía no te he terminado nena, pero ven, tengo un hueco aquí al lado, quizás podamos hablar ahí.
Y la noche paso volando, ella rugía como una bestia salvaje, mientras golpeaba sus húmedos y firmes muslos contra los de Borja. Su rosada lengua le recorría todo el cuerpo y sus uñas pintadas de rojo arrancaban tiras de piel de su espalda.

"Las polillas" - Acto 2, escena 2




Escena II.
A pocos metros del estudio, en un portal aun en obras, Ruso y Alberto se paran a echar un cigarro. El atardecer va dejando un rastro ocre en el agua del río. Un par de golpes en la puerta.
- ¡¡¡Un momento!!! – vocecilla del interior del estudio
Giran los resortes de la puerta y aparece ante nosotros, con la magnificencia de una estatua cesárea, Borja, enroscado en una sabana llena de pintura.
- ¿Que son estos aires de Baco que te das hoy, eh Picasso?
- Acabo de terminar – sonrisa de autocomplacencia – pasad, ya lo veréis, esta al fondo.
- Eh… ¿pero como nos sales a recibir así? – Alberto sigue perplejo.
- Ya os contare: mira, que llego ella sobre las ocho, yo no la esperaba aun, entra, y con las tonterías: “Que me da vergüenza, que nunca había posado desnuda”…y al final acabamos los dos desnudos, que si caricias, que si besos…
- Bueno Romeo, no entres en detalles, Valentín, Tomas y demás nos están esperando en el chino para el botellón. Vístete y nos vamos.
- Pero Alberto, yo ya estoy vestido, ¿no te gusta mi conjunto? – dice esto mientras da una pirueta de bailarina de valet, la sabana sale volando y se queda desnudo frente a Alberto.
Un silencio incomodo, un lienzo de una mujer desnuda con protuberantes pechos, Borja ha trasmutado de Cesar a Pan y Alberto intentando esquivar con la mirada ambas escenas soeces se encuentra a Ruso comiéndose lascivamente un plátano de un bodegón.

"Las polillas" - Acto 2, escena 1



Acto II
Escena I.
- ¡Camarero! Un café por favor
- Ya va.
Se rebusca los bolsillos de la chaqueta, tantea delicadamente: un paquete de tabaco de liar vacío, papel de liar, un puñado de filtros para cigarros, una pluma, un mechero, un reloj, un par de billetes de autobús caducados, un tiquet del cine y nada de dinero.
El café aterriza de manera acrobática sobre la mesa, caen un par se sobres de azúcar y la cuenta; un euro y medio.
“Calma amigo, tu eres artista, algo se te tiene que ocurrir. La gente paga solo por oírte hablar, que es un euro comparado con tu elevada dialéctica. Seguro que con decir un par de frases ya te invitan a comer y a acostarte con su hija”
- Caballero, las bebidas se abonan en el acto
-¿Abonar? No tengo ganas, pero gracias. Es que vera, mi dieta últimamente es pobre en fibra y…
Un mal comienzo, chiste fácil y un mal aterrizaje sobre la acera mojada.
- ¡Patán! No sabes quien soy, publicare una novela, y ridiculizare este bar, y a ti. ¡Ja! Si, eso pienso hacer.
- Ya estas otra vez liado eh Ruso.
- ¡Alberto! Que sorpresa y que dicha de verte. Por favor amigo, entra ahí y diles quien soy a esos energúmenos.
-Levántate, anda, que hemos quedado.
- No puede ser, mi dignidad como artista queda en entredicho.
- Ruso, no puedes ir por ahí con el bolsillo vació pretendiendo que te inviten, venga levántate que te estas empapando.
Se van alejando del café a paso pesado, tambaleantes y excéntricos, hacia el estudio de Borja.

"Las polillas" - Acto 1




Acto I

Salón claustrofóbico, oscuras sombras que bailan sobre las paredes a la luz de una vela. Un personaje satírico oscila en medio, enpijamado y de raso, con barba rubia de varios días y un semblante enajenado, se deshace en furiosas carcajadas. Extraño se vuelve hacia el alfeizar de la ventana, la estancia se encoje, la ventana se separa de la pared y un torbellino de colores la empuja hasta él. Chasquea los dedos y entre las palmas de sus manos aparece un cubo rojo lleno de agua helada, cual va a parar encima de unos jóvenes que reían abajo.
Con el cubo vacío, le da la vuelta y como si de un corcel se tratara, lo monta con las piernas separadas y apoyando todo el peso del torso sobre los brazos colocados en forma de columnas. Las paredes regresan a su lugar inicial y la ventana se cierra, la vela sigue iluminando el rostro cabalístico del enpijamado. Un gran mono de ojos saltones y alas rosadas lo mira desde un cómodo cuadro.
- ¡Mojo! ¿Se puede saber que pretendes? ¿Que intentas demostrarme con tu existencia? – el mono sale del cuadro tropezándose con un plato lleno de restos de comida; le hace una mueca de perplejidad a Tomas e intenta salir volando por la ventana, pero se choca con el cristal como lo haría un moscardón- varias veces.
– No creo que nada tenga que tener una finalidad, siquiera un motivo valido, no crees Mojo – y de un plumazo el mono desaparece en una nube de humo que se precipita contra el suelo – El arte siempre busca su lugar en el mundo, buscando e imponiendo un falso motivo de existencia. No es lo que yo digo, pero si una imagen vale más que mil palabras, ¡el mundo va a tener mil imágenes!

"Las polillas" - preambulo



Introducción:
Bodega “El Pimpi”, centro de Málaga, fotos de toda clase de personajes, barriles negros apilados con firmas en pintura blanca, una mesa con dos sillas vacías, a un lado de la mesa Valentín y al otro Marcos, frente a un barril con la firma de Fraga.
El local esta a rebozar, bullicio de gente borracha y los camareros corriendo de un lado a otro con botellas de vino y tapas.
- Borja siempre llega tarde – dice Marcos apurando una copa de mosto de un trago y sirviéndose otra hasta el borde.
- Hoy iba a retratar a Blanca, después de su “Santa Catalina” ha estado muy decaído, lleva más de dos meses sin pintar ningún cuadro. Ya sabes lo que pasa con los líos de faldas y la creatividad – suspira, sereno y como siempre sonriente Valentín. – Espero que con esto se anime – señalando a un pequeño manojo de folios apilados bajo una botella de vino. Bocetos, indicaciones y algo que parece un pequeño esquema poco detallado.
- ¿Crees que esto tiene algún futuro? Yo lo dudo. Si al final conseguimos ponernos en serio, será una especie de milagro. Y además, yo veo pocas mujeres en el guión. ¿Que pretendemos? ¿Una especie de teatrillo de salidos haciendo el imbecil en un escenario?
- Bueno, todo se puede cambiar.
- El fracaso no tiene cura, el que nace fracasado muere igual – vacía otro vaso de un trago, Valentín se lo llena – Tú por ejemplo, tienes trabajo, ahora te has echado novia, bueno no se como lo llamáis vosotros, pero para nosotros, todo ya esta dicho.
- Sigue…
- Vamos, que no.
- ¿Ese es tu veredicto? ¿El "no"? Yo creo que esto servirá para algo.
- Si, para distraer a ese majadero. Anda, pásame un cigarro.
Sacude su chaqueta y saca de entre los pliegues un paquete.

Frankenstein.



Hoy siento nostalgia, recuerdo del pasado, un extraño y oscuro pasadizo que vuelve atrás. Cambio, me acerco a la luz, a la claridad y la transparencia de mí interior, esperanza de ser otro, esperanza de ser mejor, de vivir mejor, de felicidad al fin y al cabo. Pero siempre guardo una puerta semiabierta por la que involuntariamente me dejo deslizar a vece para compararme, y siento en los huesos lo horribles que son las comparaciones, y más cuando son deconstructoras de un esfuerzo tan arduo y grandioso como es el de levantar al hombre nuevo, el renacer.
Renacer en vida, que también implica morir, y dejar esa puerta a la nostalgia puede ser tan doloroso como encarnar la muerte en los huesos vivientes, y sentir la terrible culpa de asesinar a lo más cercano que se tiene, el yo que ya no es.
Un nuevo asesinato se acerca, porque una vez que matas y descubres el fascinante placer de nacer y ver el mundo con nuevos ojos, no puedes parar. La nostalgia no puede revivirte una vez muerto, solo te permite ver el halo familiar que has dejado tras tu muerte, muy al fondo de la “casa de los muertos”. Surgen cortos, sensaciones ya pasadas, un olor conocido pero distante, y sin dudarlo surge la rabia, el llanto, el resentimiento contra el mundo, y el nuevo hombre recoge como un espejo todo ese odio. Y la muerte vuelve a triunfar.
Ahora la nostalgia se alza eclipsando poco a poco la esperanza, la riqueza del mundo pasado ya no es solo uno, sino dos pares de corazones que han latido en el pecho.
Poco a poco va emergiendo el monstruo, Frankenstein. Pieza a pieza, miembro a miembro, serrando ligaduras incansablemente, dislocando huesos, cosiendo tiras de piel y empalmando órganos con tubos de plástico, en un oscuro rincón de la cueva cuya luz surge de los violentos choques neuronales en la soledad del cráneo a medio acabar.
La nostalgia ha triunfado y el monstruo ya es presente, un presente que se va huyendo del mundo por el sumidero, por las tuberías hacia el oscuro abismo del hombre. Un abismo de locura, de autoinsatisfacción, de agonía y de asfixia. Lugar donde el futuro no llega y hace falta algo más que renacer, ya que la esperanza no esta ahí, no se puede confiar en que tras este salto a la nada vuelva a surgir carne y piel.
Y solo quedan dos vías, la huida es imposible y el avance simplemente no existe. La asfixia eterna en el laberinto de odio, o el salto, el suicidio esta vez ya no asesinato, y confiar en ser Dios para hacer surgir al hombre de la nada.
Y a veces surge carne, surge también una mente, surge el niño que orgulloso reclama lo que es suyo, el mundo. Y el mundo se postra a sus pies, ante el hombre creador que ha encarnado en si la pureza y transparencia divina, sin mascara, sin herencia, surge de la nada puro y entero, he ahí el hombre.
Y el monstruo finalmente es el creador, no la criatura que siempre alberga la esperanza y la pureza que ese conservaba en su conciente dedicación. Pero ¿qué monstruo?

En mar abierto





Me metí corriendo entre los almohadones mohosos, por los mismos por los que había pagado una considerable fortuna a un viejo de mar, apenas desdentado y enajenado, al cual las drogas del continente habían hecho estragos.
Yo me hallaba oculto y rumbo a Europa, oculto de las fauces de las bestias que llevaban varios meses persiguiéndome. Huí de aquel húmedo y viejo castillo, el cual por falta de presupuesto y espacio habían convertido en una presión para la morralla que no podía permitirse sobrevivir. A mi me alcanzo el brazo de la ley a la corta edad de los dieciséis y desde entonces hasta ahora, los veinticuatro años, se había nutrido de mi como una serpiente, que digiere a la victima y la devora semana tras semana, lentamente y con tranquilidad.
Con gran esfuerzo amontone las cajas de madera vacías que había dispuesto antes de subir, hasta el techo, haciendo un infranqueable muro que me protegería los primeros días disponiendo así de un camarote de unos cinco metros cuadrados por dos de alto en la cala de un pequeño barco de contrabando. Nadie podía encontrarme allí, ya que entre las entrañas de la bestia donde no había luz ninguna, se desenrollaba un laberinto ideado para esconder toda clase de mercancías por las que un capitán va a la horca; esclavos negros, drogas, oro y arte robado, cualquier cosa que diera dinero se escondía ahí y se llevaba al viejo continente para ser vendida a precios desorbitados.
El viejo marinero me dijo que el viaje no tardaría más de un mes, por lo cual me preví de alimentos y agua para aguantar los primeros días de viaje, al menos hasta que el barco alcanzara la alta mar y fuera imposible volver para cobrar la recompensa por mi cabeza.
Mi camarote improvisado estaba provisto de todo lo que yo creí necesario. Un colchón viejo con una gran manta de lana, varias almohadas que me recibieron a la llegada, un barril con unos cien litros de agua, tortas y quesos para comer y un par de gruesas velas que me aseguraban varios días de luz según me dijo el comerciante. Al menos la primera semana podía estar tranquilo ahí abajo y cuando fuera el momento apropiado saldría y me presentaría al capitán, pagándole un centenar de libras como garantía de supervivencia, y otros cien a la llegada a Europa. Todo tenía que salir bien, y con ese pensamiento me acosté protegido y lleno de esperanzas.
Antes de que me hubiera dormido, el barco ya había zarpado y se mecía suave sobre las olas cortantes del puerto de St. Lucas.
Ahora escribo esto, aun sintiendo el terror en las venas, pálido y tembloroso, sin esperanzas, desnutrido y enfermo, enajenado por la confusión y como última constancia de mí. Dejo estas líneas antes de acabar con todo, porque la muerte sería un alivio para mi situación actual. Añado esto a la historia, para que podáis imaginar como me siento, y si la oscuridad de mi pensamiento, la falta de fuerzas para medir mis palabras y mi visión turbia me impide expresarme con claridad, no es por otra cosa que por la angustia de la muerte cercana.
Me dormí placidamente, tranquilo y con un susurro de esperanza de las olas del mar rompiéndose contra el casco, el sonido de una próxima libertad de mi bote salvador, Lenore.
El aire de los pasillos estaba viciado, una humedad que me dejaba apenas sin fuerzas y me daba una sensación de sueño. Temí por unos instantes quedarme dormido, pero al ver el muro de cajas, firme e impenetrable, iluminado por la trémula luz dorada de una de las dos velas, supe que estaba seguro y pude abandonarme al sueño. Dormía muchas horas, al levantarme encendía la vela para poder comer un poco de queso con tortas de maíz, bebía agua y escuchaba atento los sonidos de cubierta, pero no me llegaba otra cosa que el sonido de las olas contra el casco chapado del barco, estaba demasiado aislado, enterrado a demasiada profundidad para que ningún sonido de cubierta llegara a mis oídos. Siempre me sentía deshidratado por mucha agua que bebiese, lo que quizás se debiese al olor del aceite rancio que inundaba todo mezclándose con la humedad y una oscuridad completa que solo la pequeña vela rompía.
Medía cautelosamente las palabras que le diría a la tripulación cuando me viesen, pagaría por sus servicios y les prometería más dinero si llegaba a salvo. No tenía experiencia en la navegación y de poca ayuda les podría servir, pero la no pequeña fortuna robada entre mis bolsillos me tranquilizaba.
La primera vela ya se había gastado, me quedaba solo la mitad del barril y mis alimentos ya escaseaban, pero preferí aguantar otros tres o cuatro días más antes de salir. También portaba una carta del viejo Joan, que era un buen amigo del capitán y que le aconsejaba creer en mi palabra, aceptar mi dinero y conducirme a salvo hasta las costas del estrecho.
Encendí la segunda vela y me acosté sobre la colchoneta, enroscado como un gato en la manta lanuda y me hundí tanto en mis pensamientos que me dormí sin darme cuenta. Soñé que llegaba al puerto, un puerto nuevo y limpio, donde miles de barcos atracaban cada día. Soñé que paseaba por las calles adoquinadas, bajo el sol mediterráneo, entre mujeres de pelo oscuro y piel dorada. En las estrechas calles rodeadas por pequeñas casitas blancas llenas de flores paseaban acróbatas, arlequines y come fuegos que divertían a los niños, y estos corrían, reían con voces claras y limpias. Enormes campos de trigo y olivos, montañas altas en las que pastores con sus rebaños iban hacia manantiales entre caminos perdidos. Soñé con la libertad.
Al abrir los ojos, no vi nada, todo era oscuridad plena y densa. Estaba totalmente confuso y me costo largo tiempo ordenar mis pensamientos, no recordaba donde me hallaba y hacía mil conjeturas de cómo me encontraba en ese agujero húmedo y negro. Tenía los músculos entumecidos, los tendones no reaccionaban al intentar moverlos. Poco a poco empecé a recordar, recordé el Lenore, al viejo que me susurraba el plan de mi libertad, el escondite, Europa y finalmente la vela. ¡La vela! Se había consumido totalmente, ya no quedaba más que un rastro de cera seca. Tantee aun confuso el suelo, saliéndome del colchón y con gran esfuerzo liberándome de la manta que se había enrollado con mil nudos alrededor de mis pies. “Esto explica el entumecimiento” pensé, pero no explicaba como una vela que debía durar varios días se había consumido en pocas horas de sueño. “Aquel maldito comerciante me había timado” pensé, me dio una vela buena y otra de baja calidad, así se explicaba que se consumiera en pocas horas. La sed me apretaba la garganta con gran ardor y estaba algo febril. Me dirigí a lo que debía ser el barril, tropezando torpemente con ese y arrojándolo al suelo con gran estruendo. Me asusté ya que pensé en el ruido que este podía causar y en que toda mi agua se derramaría sobre el suelo. Pero no fue así, el barril cayo ligero, vacío, sin tan solo una gota de agua que salpicase. Esa confusión, el miedo por ser hallado antes de tiempo y ser devuelto al puerto, devuelto al castillo, me volvió histérico. Todo mi cuerpo temblaba, la respiración era desacompasada, el corazón bombeaba sangre a la cabeza, por lo que sentí mis ojos hincharse. Me desmaye, o eso creo recordar ahora.
También recuerdo haber recobrado la conciencia, y en un acto demente me lancé como una fiera salvaje contra las cajas derribándolas todas, con la única esperanza de ver la luz. Un sonido de acordeón chirriante retumbaba en mis oídos, tropezaba a cada paso porque los músculos estaban contraídos y duros como piedras. Atravesé el largo y oscuro pasillo que se atestaba hasta arriba de todo tipo de trastos, que distinguía entre ellos por el sonido que emitían al chocar contra ellos en mis frecuentes caídas. La superficie de todos ellos estaba corroída, el metal herrumbroso y la madera mohecina.
Di con la escalera que subía a la escotilla de proa. Me forcé a abandonar aquel estado de histeria, debía ser frió y calculador si quería presentarme ante la tripulación y seguir con vida después de aquello, ya que había visto las mercancías que ocultaban y todos ellos irían derechos a la horca si eso se descubriese. Fui a palparme los bolsillos para asegurarme de que llevaba el fajo de billetes. ¡No estaba! Me lo había dejado al fondo de los tortuosos pasillos. Ya no estaba yo dispuesto a volver atrás, tal y como me hallaba falto de fuerzas y con la mente nublada por la fiebre. Gire el resorte de la puerta.
La luz me cegó, ya que había pasado las últimas jornadas enterrado bajo la superficie del barco totalmente a oscuras. Poco a poco recobraba la vista, era de noche. Una noche clara con el firmamento iluminado por el faro celeste. Centenares de estrellas se diseminaban por alto y ancho del horizonte. Una brisa calida y suave como un paño se seda llenó mis pulmones de frescura. El agua infinita que rodeaba el bergantín no mostraba tierra a ningún lado.
Todo estaba bien, lo había logrado, mis temores se disiparon y volví a ver la esperanza desnuda, como aquella mujer soñada del continente prometido, se llamaba Europa, sus senos eran firmes y torneados, su cintura se mecía con un contoneo desconocido de alguna danza de su pueblo, su pelo negro, denso y rizado le cubría los hombros y se deslizaba por su espalda. Grandes ojos verdes como las montañas, boca roja y húmeda como una fruta madura recién recogida, labios gruesos por los que deslizaban gotas de plateado rocío de una mañana fresca. Su voz ahuyentó mis temores y volví a estar firmemente asido a mi ferviente deseo de libertad, fascinado por aquella visión.
Inspeccione la cubierta buscando algún marinero de guardia, pero estaba vacía de proa a popa. Una capa de resbaladizo y húmedo moho cubría cada tabla de madera y la sal del agua corroía cada saliente metálico dejando entrever el verdoso color del cobre oxidado.
La confusión me abatió de nuevo. El destino me asestó una profunda cincelada en el pecho oprimiéndome los pulmones que hace segundos se llenaban de aire puro hasta casi explotar.
“¿Naufrago? No, no puede ser, debían estar todos durmiendo, quizás enfermos o simplemente el capitán es un inepto y no le importa el estado de su cascarón.” Busque explicaciones para aquel estado de abandono, cuando veinte rudos marineros debían sacar brillo a la cubierta cada minuto, cada día, cuidando hasta el último detalle. Aunque también eran contrabandista, bribones y criminales, quizás llevaran diez jornadas emborrachándose de ron y habían caído en un seño etílico. Para quitarme esa espina de incertidumbre, me fui a la búsqueda del camarote del capitán. Aunque le despertase un desconocido a medianoche en su barco, después de una larga borrachera, la razón del dinero hace que se estruje los sesos hasta a un muerto.
Golpee con fuerza la puerta pero nadie me respondió, así que decidí forzar la cerradura. Estaba desesperado y ya no temía por mí, solo quería despejar mis temores y asegurarme que habría alguien a bordo. La puerta era de metal, revestida con tablas de madera barnizada y una tablilla que anunciaba con letras doradas “Camarote del Capitán”, la cerradura era simple, una abertura redonda en la madera, que dejaba ver al fondo una oquedad en la cual debía encajar la llave. La llave a su vez, supuse, era grande, un modelo muy rustico que se utilizaba habitualmente para candados. Saque del bolsillo un pequeño par de ganzúas y una lima que siempre llevaba encima, ya que no orgulloso de ello, era yo un ladrón. Tras un buen rato de hacer malabares para averiguar la estructura del cerrojo, conseguí que los resortes rechinaran, la puerta se soltó y se alejo flotando suavemente sobre las bisagras sin hacer yo ningún esfuerzo en ese fin.
La estancia era ancha, de unos quince metros cuadrados y otros tres de alto, revestida de lujosa decoración en roble muy elaborado. Una alfombra persa se extendía desde la misma entrada hasta el final del camarote. Una gran cama de forja en una esquina, con sabanas de seda y cojines árabes. Las paredes las recubrían estanterías de madera, muy cuidadas pero polvorienta, y en estas se aglomeraban toda clase de libros y manuscritos. En el lado izquierdo un gran globo dorado se posaba junto a una enorme mesa cubierta de mapas, astrolabios, compases, toda clase de artilugios para medir y calcular distancias y varias brújulas de oro. Las paredes las recubrían extraños cuadros de diseño oriental, con toda clase de grafías desconocidas. Una decena de velas estaban repartidas por toda la habitación, aun humeantes y en la cama se extendía a lo largo y ancho un cuerpo agazapado.
“Capitán, siento presentarme ante usted así.” Dije yo acercándome al bulto de un hombre que me suponía ebrio. Extendí la mano para tocarle la cabeza, cubierta con un revuelto pelo cano, estaba de espaldas así que no podía verle la cara. Al tacto, la primera sensación fue de frío, “muerto” me dije a mí mismo. Me incliné sobre él para verle el rostro, y fue tan grande mi sorpresa que volvió a abatirme esa sensación de histeria. El rostro azulado presentaba un aspecto lúgubre y tenebroso, las venas hinchadas se marcaban a lo largo y ancho de su rostro pálido y arrugado, los ojos tenían un color traslucido como las perlas blancas y su boca entreabierta, con los labios completamente morados, enseñaban dos filas apenas sin dientes.
Recuerdo que grite desgarrándome la garganta, maldije mil y una vez a aquel rufián. Me había engañado, como al más estúpido de la tierra. Joan, maldito viejo. Pretendía seguramente matarme una vez hubieran abandonado el puerto y quedarse con todo el dinero que llevaba para empezar mi nueva vida. A ese hombre muerto, viejo y pálido, lo veía yo ahora como la viva imagen de un demonio, un hombre sin sangre ni corazón. Me alegré de que estuviese muerto, porque sino yo mismo lo habría matado con mis manos.
Pensé en mi próximo paso. La pregunta ahora era ¿habría más tripulación con vida, o estarían todos muertos? Y si estaban con vida ¿no me matarían, no les diría el viejo capitán que yo estaba en el barco creyéndome oculto, y que cuando me viesen me asesinaran? No podía correr un riesgo tan gratuito como el de salir de ese camarote.
Por tercera vez me hallaba atrapado entre la espada y la pared, obligado a que las circunstancias fueran lo suficientemente extremas como para lanzarme al abrazo de la muerte.
En el camarote, encontré un baúl rebosante de los más exquisitos alimentos, carnes, pescados, frutas y todo tipo de delicias concebibles por el hombre. También encontré un bodegón lleno de vinos del continente. Tomé una botella de Jerez, del cual había escuchado grandes halagos. Y que delicia, estaba yo sediento como un perro, tras varios días sin haber probado ni gota, y ahora me encontraba como un salvaje devorando toda clase de manjares y vaciando botella tras botella el delicioso vino que me ruborizaba las mejillas y me hacía olvidar todos mis temores.
Ya era de día, me desperté sobresaltado, dolor de cabeza y sensación de mareo, había bebido demasiado y estuve largo rato intentando recapitular todos los hechos. La luz apuñalaba la ventana, una luz sólida y fuerte de un brillante mediodía.
Comí placidamente un delicioso desayuno compuesto por varias piezas de frutas y un suculento trozo de una pierna de cordero. Tras eso, ya abandonando la fiebre que me azotaba y recobrando las fuerzas, decidí inspeccionar el camarote a fondo. Inmediatamente después fui a ver que día era, pero para mi sorpresa no había ningún medidor de tiempo ahí, ni calendarios, ni relojes, nada. Eso me sorprendió de sobremanera, puesto que un capitán necesita saber que día es, que hora y donde están en todo momento. “El Diario de abordo”, una sonrisa se me dibujo en la cara. Tras mucho tiempo de búsqueda incansable, lo halle en el doble fondo de un cajón del escritorio.
“14 de Agosto.
“Yo, el capitán Raymond Joan, me encuentro en una situación especialmente adversa. No creo que vuelva a escribir nada más, pues me quedan pocos minutos de vida. Una vez haya concluido esto, beberé una dosis mortal de veneno, pues temo acabar como los demás pobres infelices de esta tripulación.
“Recogimos hace tres días un bote que naufragaba, en el cual se hallaban tres personas. Dos de ellas parecían un matrimonio adinerado, juzgando por sus pertenencias, los cuales estaban ya muertos desde hacia varias horas y un niño enloquecido que no paraba de gritar como una bestia. El joven parecía su hijo, ya que tenía un porte similar al del padre, pero tenía la ropa desgarrada y sangraba por varias heridas que creímos el mismo se había provocado. Mandé a dos hombres a recoger las pertenencias de los difuntos y al niño, el cual nada más llegar los marineros, le atestó un mordisco en el brazo a Arturo, el cocinero. Este respondió al niño con un severo golpe que lo arrojo al mar y se ahogo.
“La herida era profunda, no había dañado ninguna arteria importante, pero sangraba con abundancia. A las pocas horas, Arturo empezó a sufrir terribles fiebres, sacudiéndose en su litera y delirando. Le dimos de beber ron, para tranquilizarlo y lo encerramos en el camarote bajo llave. Prohibí bajo ningún concepto entrar en la estancia.
“Al anochecer empezó la pesadilla. Su compañero de camarote, Lewis, entro para comprobar su estado, sin ningún permiso, ocultándolo a toda la tripulación.
“Pude ver con mis propios ojos como todos enloquecían. Parece ser que todos enfermaron de rabia y se estaban matando entre sí. Entre corriendo a mi camarote, desde ahí pude ver como la cubierta se llenaba de sangre, la mitad estaban ya muertos, y la otra mitad se estaban peleando como bestias. En menos de un día había perdido a toda mi tripulación, y me hallaba solo y encerrado por miedo a contagiarme.
“Ahora no puedo valerme solo para dirigir el barco y nos encontramos demasiado lejos de cualquier puerto para poder llegar en un bote. Y el destino se mofa de mí, azotando el barco que temo que se hunda, con una tormenta terrible.
“Así y no pudiendo hacer nada más, terminare con todo. Si alguien lee esto, hay un hombre que no se si seguirá vivo o muerto, oculto en la cala del barco, tras una falsa pared de cajas. Ayúdenlo a él si sigue con vida, y si ha muerto, no lo toquéis y marchar de aquí. Este barco esta maldito, no os dejéis guiar por la avaricia.
Raymond Joan, Capitán de Lenore.”

Mi cuerpo se estremecía a medida que iba leyendo la última página del diario. ¿Cuándo había sucedido todo esto? No sabía que día era. Si sabía que embarcamos el día tres de Agosto, por tanto los sucesos se remontaban a no muchos días. No se cuantos había pasado yo encerrado, pero no más de una quincena.
Tiritaba de terror, creo que me vi morir en ese mismo instante por el simple miedo. Quizás aun había alguien de la tripulación, fuera de su juicio, rabioso y acechante. Puede que estuviera al otro lado de la puerta, esperándome.
Tenía provisiones para aguanta otro mes entero. Tenía libros para entretenerme y también tenía un muerto sobre la cama donde debía dormir. Pensé rápido y levantándolo como si fuera un saco de arroz, lo arrojé fuera del camarote entreabriendo la puerta lentamente y cerrándola con llave. Decidí leer algunos libros que pudieran explicarme como orientarme a través de las estrellas y esperar a que alguna corriente amable me arrastre a la costa más próxima.
Ahora han pasado ya siete semanas, no tengo más alimentos ni he podido salir del camarote por miedo. He leído muchos libros de navegación y he aprendido todo lo que podía saber. No puedo dirigir el barco yo solo sin otra ayuda ni tampoco veo la esperanza de alcanzar algún puerto, ya que estoy en medio de la nada del mar. Encontré el veneno de Joan. Queda de sobra para mí. Pero esperaré. Arrojo esta botella al agua, con ella nada toda mi esperanza, por favor, si alguien la encuentra, que trate de ayudarme. Le recompensare copiosamente, ya que en el barco hay más de siete mil libras. No se con exactitud mi situación actual, pero creo que estoy a un millar de kilómetros del estrecho, dirección sudoeste.
Mi esperanza va con esta carta y desconsolado pido ayuda.

William Carter.

lunes, 2 de febrero de 2009

La guerra de los Anacardos!


Ahí está, la imagen de la guerra fratricida llevada a cabo por varios comandos religiosos independientes.

Todo empezó por un comentario de un historiador del arte en ofensa al rey de los Anacardos. Como es evidente, a ese comentario le sucedieron represalias de lo más rocambolescas. La situación actual se desata en una guerra de ardillas carnívoras...

VIaje imaginario (solución para tiempos de crisis)


La luz cae escasa, dejando escapar sus finas hebras entre las densas nubes color plomo, aire de tormenta y repentino frío seco y solido. Bajando desde el Prado hasta la gran vía, me sumerjo en el aislante ambiente de Madrid. El mar de gente, que va y viene, arrollador y destructivo de la propia individualidad, hace que me sienta despistado y con el mapa del metro en las manos, hago garabatos para orientarme. Llevo un abrigo largo, algo pesado y sucio, pero cumple su tarea, unos zapatos cómodos y unos vaqueros azules que disimulan la suciedad. También un sombrero negro, típico de Madrid, por si el frío y la lluvia.

Callejeo intentando salir del atronador parloteo navideño y el murmullo de las bolsas de regalos. Sin saber como, tras una media hora de andar, entre calle y calle, me meto en un café, con un par de euros en el bolsillo como ultima frontera contra la ruina. Sentado en una esquina junto a un tipo abstraído del mundo entre las paginas de una novelilla y sin mirar la carta, silbo al camarero, de semblante indio y piel oscura, orgulloso y estirado como un burgués de los viejo tiempos; un café solo.

Paso las horas estudiando a la gente que sale y entra. Entra una vieja acompañada por una chiquilla, piden un zumo y una copa de anisete. Entra un grupo de jóvenes, armando jaleo, corriendo y riéndose. Entra un tipo desmelenado, se dirige hacia mi sin prestar atención a que la estancia esta medio vacía.
- No compro nada - digo yo en consecuencia a mi pobreza.
- Mi tren no sale hasta las once.
- ¿Su tren? - Le indico con la cabeza el sitio contiguo
- ¿Viaja usted por aquí? - pregunta sin esperar repuesta - yo también, estoy de paso, esta ciudad me abruma, nadie conoce a nadie...
- Ya, provincianos - asiento
- Usted... tiene pinta de extranjero. ¿Del norte?
- Aja
- Las personas del norte pueden ser muy dadas al trabajo, y valoran poco los placeres sencillos. Aunque siempre hay excepciones.
- Yo escribo. Soy columnista de un periódico
- Amigo, entonces me equivoco al afirmar, escribir no es un trabajo, ya lo dijo Inclan, las letras son hambre y miseria.

Le doy un sorbo largo a mi café. A una afirmación tan tajante como aquella, no podría sino ofenderme.
- No se moleste, yo toco el saxo en el metro, y eso tampoco es un trabajo – suspira, levanta la mano con la palma abierta para llamar al estirado.
-¿Es usted músico?
- Bueno si, entre otras cosas -respondió revolviéndose el pelo – colecciono

Foto desde: http://sensacion.deviantart.com/art/Madrid-45902825

domingo, 1 de febrero de 2009

Pan santo.


Cielo fino y liso como la seda, asciende y se desenvuelve el ardiente globo de luz dorada sobre la calzada de ceniza. Se oculta bajo el toldo la sombra del muchacho, viene este con el carretón bajo el brazo a sacarse cuatro duros para la parranda.
- Isabel, muy buenas, a liquidar lo debido vengo.
- Pues váyase con sus buenos días y no le eche sal a mi café de media mañana.
- El trabajo bien cumplido esta, ahora toca indemnizarme.
- A ti lo que te falta es vergüenza rapaz de mala muerte. De siete días que hablamos, solo cinco te vi el pelo. Así que vete y no vuelvas que mal ganado nada tienes.
Sale de la guardilla el viejo pelón, bata blanca y zapatos lustrosos. Exhala el humo de su cigarro y le tiende al niño un billete.
- Contento vete, lo trabajado ya esta, ahora deja a la señora con su café.
Isabel se alza en llantos al viejo, reclamando lo dado por injusto. El niño al ver el revuelo sale por patas.
- Gregorio, alma te falta, ¡mala sombra! ¡Con esos duros a cenar nos íbamos!
- Deja al chico, el también come.
- Aquí nos entierras, sin lapida.
- ¡Ni lapida ni misa santa Isabel! En esta casa Dios no se aventuró nunca, y ahora me lo reclamas en mi ocaso.
- ¡Ahora y siempre! No herejes la fe de mi santa madre.
- Por eso que has dicho niños han muerto de inanición por darle vino al párroco.
Se aparta Gregorio el panadero, y con violento además tira el café al suelo. Se resbala llevándose el zapato a la nuca y da a parar en la esquina del mostrador. De luto se tiñe la mirada de la viuda.
- Te vas como llegaste mi Gregorio, dando disgustos a mi alma santa. Viuda me dejas y sin cuatro duros.

Dialogo

Parece que por fin el hombre se ha dado cuenta, empíricamente, de la infinitud operativa de su inteligencia. Hemos comprendido lo incomprensible con conceptos carente s de significantes, desentrañado el caos y el absurdo por oposición con la claridad ideal, hemos cruzado el espacio sustrayéndonos de él y vimos el fin del mundo fuera del tiempo. Al fin el hombre le ha ganado terreno a su visión utópica de la divinidad. Mas siempre las consecuencias nacen de la otra cara, sea, cada saber se ha visto enmarcado en un pozo sin fondo.
Podemos deshilar hasta las primeras pelusas de cualquier cuestión, si queremos. Esta se multiplica en tantas ramas como profundidad vaya ganando. Y este proceso no parece tener vuelta atrás. Las ramas constituyen un saber en sí mismas, por su propia complejidad adquirida, y así los conocimientos se van sumando como una infinitud de líneas que surgen de un foco vacío y se extienden hasta lo inconmensurable.
La unión por tanto ya no es posible, el ideal de sabio ha muerto, el polvo ha acabado por matar al erudito, y esto ya lo sabemos. Ahora en su lugar crecen los especialistas, que carecen de saber más que los de su materia.
El lenguaje se ha dislocado como lo ha hecho también la inteligencia, y ahora más dominar el mundo, nos hemos perdido dentro de nuestro propio laberinto, artificial y conceptual.

Papel


Los árboles aun no han muerto, al ser sesgadas sus raíces. Aun claman en silencio con voz de un centenar de hombres, viejos, que de mi mente corran ríos de locura, y que las lágrimas saladas borren la tinta desde el principio al fin, de estos árboles que aun no han muerto.

Imagen desde: http://sthings.deviantart.com/art/Papel-64166688