Sus pies dejaban huellas húmedas sobre el frio suelo del
pasillo y sus rodillas pálidas temblaban arrítmicamente, el corazón de la niña
era un pájaro con un ala rota que la movía a tropiezos hacia la puerta. Era
puto diciembre, estaba oscuro y las ventanas estaban rotas, con los cristales
esparcidos en el suelo entre la una masa negra de basura. Afuera de la casa se extendía
una línea de ferrocarril y cada veinte minutos pasaba un tren cargado de
mercancías chinas, era un polígono que se había construido bien a las afueras -
tanto que al cabo de una década ruinosa se quedó abandonado por la ciudad, y reconquistado
por los yonkis y vagabundos, que ya estaban ahí antes de que se construyera.
Estos últimos ya estaban sacándole las ruedas al coche de la niña, que se había
quedado aparcado detrás de la casa, mientas ella se aproximaba a una puerta
colgada por una sola bisagra.
Hasta aquí, todos sabemos que esto es una mala idea,
jodidamente mala – pero ahí está ella, buscando algo, yendo a tientas por ese
laberinto maloliente.
Ella está bailando su blues violento, quemando el mundo
dentro de sí misma, como una polilla entre dos cristales, recurriendo a su
instinto de supervivencia y lanzándose contra todos. Al público no le gusta y
la abuchean, en su cabeza suenan sirenas de alarma – un jodido bombardeo! Están
reduciendo la ciudad a cenizas mientras ella se contonea y vibra como una
cuerda de guitarra.
A quien le importa nada? Cuando el mundo arde, descubres que
la gente sale a la calle con una bolsa de cosas absurdas y cara de vaca hindú.
De qué sirve a ti, iluminado y ocioso lector?
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Mensaje en botella