martes, 3 de febrero de 2009

En mar abierto





Me metí corriendo entre los almohadones mohosos, por los mismos por los que había pagado una considerable fortuna a un viejo de mar, apenas desdentado y enajenado, al cual las drogas del continente habían hecho estragos.
Yo me hallaba oculto y rumbo a Europa, oculto de las fauces de las bestias que llevaban varios meses persiguiéndome. Huí de aquel húmedo y viejo castillo, el cual por falta de presupuesto y espacio habían convertido en una presión para la morralla que no podía permitirse sobrevivir. A mi me alcanzo el brazo de la ley a la corta edad de los dieciséis y desde entonces hasta ahora, los veinticuatro años, se había nutrido de mi como una serpiente, que digiere a la victima y la devora semana tras semana, lentamente y con tranquilidad.
Con gran esfuerzo amontone las cajas de madera vacías que había dispuesto antes de subir, hasta el techo, haciendo un infranqueable muro que me protegería los primeros días disponiendo así de un camarote de unos cinco metros cuadrados por dos de alto en la cala de un pequeño barco de contrabando. Nadie podía encontrarme allí, ya que entre las entrañas de la bestia donde no había luz ninguna, se desenrollaba un laberinto ideado para esconder toda clase de mercancías por las que un capitán va a la horca; esclavos negros, drogas, oro y arte robado, cualquier cosa que diera dinero se escondía ahí y se llevaba al viejo continente para ser vendida a precios desorbitados.
El viejo marinero me dijo que el viaje no tardaría más de un mes, por lo cual me preví de alimentos y agua para aguantar los primeros días de viaje, al menos hasta que el barco alcanzara la alta mar y fuera imposible volver para cobrar la recompensa por mi cabeza.
Mi camarote improvisado estaba provisto de todo lo que yo creí necesario. Un colchón viejo con una gran manta de lana, varias almohadas que me recibieron a la llegada, un barril con unos cien litros de agua, tortas y quesos para comer y un par de gruesas velas que me aseguraban varios días de luz según me dijo el comerciante. Al menos la primera semana podía estar tranquilo ahí abajo y cuando fuera el momento apropiado saldría y me presentaría al capitán, pagándole un centenar de libras como garantía de supervivencia, y otros cien a la llegada a Europa. Todo tenía que salir bien, y con ese pensamiento me acosté protegido y lleno de esperanzas.
Antes de que me hubiera dormido, el barco ya había zarpado y se mecía suave sobre las olas cortantes del puerto de St. Lucas.
Ahora escribo esto, aun sintiendo el terror en las venas, pálido y tembloroso, sin esperanzas, desnutrido y enfermo, enajenado por la confusión y como última constancia de mí. Dejo estas líneas antes de acabar con todo, porque la muerte sería un alivio para mi situación actual. Añado esto a la historia, para que podáis imaginar como me siento, y si la oscuridad de mi pensamiento, la falta de fuerzas para medir mis palabras y mi visión turbia me impide expresarme con claridad, no es por otra cosa que por la angustia de la muerte cercana.
Me dormí placidamente, tranquilo y con un susurro de esperanza de las olas del mar rompiéndose contra el casco, el sonido de una próxima libertad de mi bote salvador, Lenore.
El aire de los pasillos estaba viciado, una humedad que me dejaba apenas sin fuerzas y me daba una sensación de sueño. Temí por unos instantes quedarme dormido, pero al ver el muro de cajas, firme e impenetrable, iluminado por la trémula luz dorada de una de las dos velas, supe que estaba seguro y pude abandonarme al sueño. Dormía muchas horas, al levantarme encendía la vela para poder comer un poco de queso con tortas de maíz, bebía agua y escuchaba atento los sonidos de cubierta, pero no me llegaba otra cosa que el sonido de las olas contra el casco chapado del barco, estaba demasiado aislado, enterrado a demasiada profundidad para que ningún sonido de cubierta llegara a mis oídos. Siempre me sentía deshidratado por mucha agua que bebiese, lo que quizás se debiese al olor del aceite rancio que inundaba todo mezclándose con la humedad y una oscuridad completa que solo la pequeña vela rompía.
Medía cautelosamente las palabras que le diría a la tripulación cuando me viesen, pagaría por sus servicios y les prometería más dinero si llegaba a salvo. No tenía experiencia en la navegación y de poca ayuda les podría servir, pero la no pequeña fortuna robada entre mis bolsillos me tranquilizaba.
La primera vela ya se había gastado, me quedaba solo la mitad del barril y mis alimentos ya escaseaban, pero preferí aguantar otros tres o cuatro días más antes de salir. También portaba una carta del viejo Joan, que era un buen amigo del capitán y que le aconsejaba creer en mi palabra, aceptar mi dinero y conducirme a salvo hasta las costas del estrecho.
Encendí la segunda vela y me acosté sobre la colchoneta, enroscado como un gato en la manta lanuda y me hundí tanto en mis pensamientos que me dormí sin darme cuenta. Soñé que llegaba al puerto, un puerto nuevo y limpio, donde miles de barcos atracaban cada día. Soñé que paseaba por las calles adoquinadas, bajo el sol mediterráneo, entre mujeres de pelo oscuro y piel dorada. En las estrechas calles rodeadas por pequeñas casitas blancas llenas de flores paseaban acróbatas, arlequines y come fuegos que divertían a los niños, y estos corrían, reían con voces claras y limpias. Enormes campos de trigo y olivos, montañas altas en las que pastores con sus rebaños iban hacia manantiales entre caminos perdidos. Soñé con la libertad.
Al abrir los ojos, no vi nada, todo era oscuridad plena y densa. Estaba totalmente confuso y me costo largo tiempo ordenar mis pensamientos, no recordaba donde me hallaba y hacía mil conjeturas de cómo me encontraba en ese agujero húmedo y negro. Tenía los músculos entumecidos, los tendones no reaccionaban al intentar moverlos. Poco a poco empecé a recordar, recordé el Lenore, al viejo que me susurraba el plan de mi libertad, el escondite, Europa y finalmente la vela. ¡La vela! Se había consumido totalmente, ya no quedaba más que un rastro de cera seca. Tantee aun confuso el suelo, saliéndome del colchón y con gran esfuerzo liberándome de la manta que se había enrollado con mil nudos alrededor de mis pies. “Esto explica el entumecimiento” pensé, pero no explicaba como una vela que debía durar varios días se había consumido en pocas horas de sueño. “Aquel maldito comerciante me había timado” pensé, me dio una vela buena y otra de baja calidad, así se explicaba que se consumiera en pocas horas. La sed me apretaba la garganta con gran ardor y estaba algo febril. Me dirigí a lo que debía ser el barril, tropezando torpemente con ese y arrojándolo al suelo con gran estruendo. Me asusté ya que pensé en el ruido que este podía causar y en que toda mi agua se derramaría sobre el suelo. Pero no fue así, el barril cayo ligero, vacío, sin tan solo una gota de agua que salpicase. Esa confusión, el miedo por ser hallado antes de tiempo y ser devuelto al puerto, devuelto al castillo, me volvió histérico. Todo mi cuerpo temblaba, la respiración era desacompasada, el corazón bombeaba sangre a la cabeza, por lo que sentí mis ojos hincharse. Me desmaye, o eso creo recordar ahora.
También recuerdo haber recobrado la conciencia, y en un acto demente me lancé como una fiera salvaje contra las cajas derribándolas todas, con la única esperanza de ver la luz. Un sonido de acordeón chirriante retumbaba en mis oídos, tropezaba a cada paso porque los músculos estaban contraídos y duros como piedras. Atravesé el largo y oscuro pasillo que se atestaba hasta arriba de todo tipo de trastos, que distinguía entre ellos por el sonido que emitían al chocar contra ellos en mis frecuentes caídas. La superficie de todos ellos estaba corroída, el metal herrumbroso y la madera mohecina.
Di con la escalera que subía a la escotilla de proa. Me forcé a abandonar aquel estado de histeria, debía ser frió y calculador si quería presentarme ante la tripulación y seguir con vida después de aquello, ya que había visto las mercancías que ocultaban y todos ellos irían derechos a la horca si eso se descubriese. Fui a palparme los bolsillos para asegurarme de que llevaba el fajo de billetes. ¡No estaba! Me lo había dejado al fondo de los tortuosos pasillos. Ya no estaba yo dispuesto a volver atrás, tal y como me hallaba falto de fuerzas y con la mente nublada por la fiebre. Gire el resorte de la puerta.
La luz me cegó, ya que había pasado las últimas jornadas enterrado bajo la superficie del barco totalmente a oscuras. Poco a poco recobraba la vista, era de noche. Una noche clara con el firmamento iluminado por el faro celeste. Centenares de estrellas se diseminaban por alto y ancho del horizonte. Una brisa calida y suave como un paño se seda llenó mis pulmones de frescura. El agua infinita que rodeaba el bergantín no mostraba tierra a ningún lado.
Todo estaba bien, lo había logrado, mis temores se disiparon y volví a ver la esperanza desnuda, como aquella mujer soñada del continente prometido, se llamaba Europa, sus senos eran firmes y torneados, su cintura se mecía con un contoneo desconocido de alguna danza de su pueblo, su pelo negro, denso y rizado le cubría los hombros y se deslizaba por su espalda. Grandes ojos verdes como las montañas, boca roja y húmeda como una fruta madura recién recogida, labios gruesos por los que deslizaban gotas de plateado rocío de una mañana fresca. Su voz ahuyentó mis temores y volví a estar firmemente asido a mi ferviente deseo de libertad, fascinado por aquella visión.
Inspeccione la cubierta buscando algún marinero de guardia, pero estaba vacía de proa a popa. Una capa de resbaladizo y húmedo moho cubría cada tabla de madera y la sal del agua corroía cada saliente metálico dejando entrever el verdoso color del cobre oxidado.
La confusión me abatió de nuevo. El destino me asestó una profunda cincelada en el pecho oprimiéndome los pulmones que hace segundos se llenaban de aire puro hasta casi explotar.
“¿Naufrago? No, no puede ser, debían estar todos durmiendo, quizás enfermos o simplemente el capitán es un inepto y no le importa el estado de su cascarón.” Busque explicaciones para aquel estado de abandono, cuando veinte rudos marineros debían sacar brillo a la cubierta cada minuto, cada día, cuidando hasta el último detalle. Aunque también eran contrabandista, bribones y criminales, quizás llevaran diez jornadas emborrachándose de ron y habían caído en un seño etílico. Para quitarme esa espina de incertidumbre, me fui a la búsqueda del camarote del capitán. Aunque le despertase un desconocido a medianoche en su barco, después de una larga borrachera, la razón del dinero hace que se estruje los sesos hasta a un muerto.
Golpee con fuerza la puerta pero nadie me respondió, así que decidí forzar la cerradura. Estaba desesperado y ya no temía por mí, solo quería despejar mis temores y asegurarme que habría alguien a bordo. La puerta era de metal, revestida con tablas de madera barnizada y una tablilla que anunciaba con letras doradas “Camarote del Capitán”, la cerradura era simple, una abertura redonda en la madera, que dejaba ver al fondo una oquedad en la cual debía encajar la llave. La llave a su vez, supuse, era grande, un modelo muy rustico que se utilizaba habitualmente para candados. Saque del bolsillo un pequeño par de ganzúas y una lima que siempre llevaba encima, ya que no orgulloso de ello, era yo un ladrón. Tras un buen rato de hacer malabares para averiguar la estructura del cerrojo, conseguí que los resortes rechinaran, la puerta se soltó y se alejo flotando suavemente sobre las bisagras sin hacer yo ningún esfuerzo en ese fin.
La estancia era ancha, de unos quince metros cuadrados y otros tres de alto, revestida de lujosa decoración en roble muy elaborado. Una alfombra persa se extendía desde la misma entrada hasta el final del camarote. Una gran cama de forja en una esquina, con sabanas de seda y cojines árabes. Las paredes las recubrían estanterías de madera, muy cuidadas pero polvorienta, y en estas se aglomeraban toda clase de libros y manuscritos. En el lado izquierdo un gran globo dorado se posaba junto a una enorme mesa cubierta de mapas, astrolabios, compases, toda clase de artilugios para medir y calcular distancias y varias brújulas de oro. Las paredes las recubrían extraños cuadros de diseño oriental, con toda clase de grafías desconocidas. Una decena de velas estaban repartidas por toda la habitación, aun humeantes y en la cama se extendía a lo largo y ancho un cuerpo agazapado.
“Capitán, siento presentarme ante usted así.” Dije yo acercándome al bulto de un hombre que me suponía ebrio. Extendí la mano para tocarle la cabeza, cubierta con un revuelto pelo cano, estaba de espaldas así que no podía verle la cara. Al tacto, la primera sensación fue de frío, “muerto” me dije a mí mismo. Me incliné sobre él para verle el rostro, y fue tan grande mi sorpresa que volvió a abatirme esa sensación de histeria. El rostro azulado presentaba un aspecto lúgubre y tenebroso, las venas hinchadas se marcaban a lo largo y ancho de su rostro pálido y arrugado, los ojos tenían un color traslucido como las perlas blancas y su boca entreabierta, con los labios completamente morados, enseñaban dos filas apenas sin dientes.
Recuerdo que grite desgarrándome la garganta, maldije mil y una vez a aquel rufián. Me había engañado, como al más estúpido de la tierra. Joan, maldito viejo. Pretendía seguramente matarme una vez hubieran abandonado el puerto y quedarse con todo el dinero que llevaba para empezar mi nueva vida. A ese hombre muerto, viejo y pálido, lo veía yo ahora como la viva imagen de un demonio, un hombre sin sangre ni corazón. Me alegré de que estuviese muerto, porque sino yo mismo lo habría matado con mis manos.
Pensé en mi próximo paso. La pregunta ahora era ¿habría más tripulación con vida, o estarían todos muertos? Y si estaban con vida ¿no me matarían, no les diría el viejo capitán que yo estaba en el barco creyéndome oculto, y que cuando me viesen me asesinaran? No podía correr un riesgo tan gratuito como el de salir de ese camarote.
Por tercera vez me hallaba atrapado entre la espada y la pared, obligado a que las circunstancias fueran lo suficientemente extremas como para lanzarme al abrazo de la muerte.
En el camarote, encontré un baúl rebosante de los más exquisitos alimentos, carnes, pescados, frutas y todo tipo de delicias concebibles por el hombre. También encontré un bodegón lleno de vinos del continente. Tomé una botella de Jerez, del cual había escuchado grandes halagos. Y que delicia, estaba yo sediento como un perro, tras varios días sin haber probado ni gota, y ahora me encontraba como un salvaje devorando toda clase de manjares y vaciando botella tras botella el delicioso vino que me ruborizaba las mejillas y me hacía olvidar todos mis temores.
Ya era de día, me desperté sobresaltado, dolor de cabeza y sensación de mareo, había bebido demasiado y estuve largo rato intentando recapitular todos los hechos. La luz apuñalaba la ventana, una luz sólida y fuerte de un brillante mediodía.
Comí placidamente un delicioso desayuno compuesto por varias piezas de frutas y un suculento trozo de una pierna de cordero. Tras eso, ya abandonando la fiebre que me azotaba y recobrando las fuerzas, decidí inspeccionar el camarote a fondo. Inmediatamente después fui a ver que día era, pero para mi sorpresa no había ningún medidor de tiempo ahí, ni calendarios, ni relojes, nada. Eso me sorprendió de sobremanera, puesto que un capitán necesita saber que día es, que hora y donde están en todo momento. “El Diario de abordo”, una sonrisa se me dibujo en la cara. Tras mucho tiempo de búsqueda incansable, lo halle en el doble fondo de un cajón del escritorio.
“14 de Agosto.
“Yo, el capitán Raymond Joan, me encuentro en una situación especialmente adversa. No creo que vuelva a escribir nada más, pues me quedan pocos minutos de vida. Una vez haya concluido esto, beberé una dosis mortal de veneno, pues temo acabar como los demás pobres infelices de esta tripulación.
“Recogimos hace tres días un bote que naufragaba, en el cual se hallaban tres personas. Dos de ellas parecían un matrimonio adinerado, juzgando por sus pertenencias, los cuales estaban ya muertos desde hacia varias horas y un niño enloquecido que no paraba de gritar como una bestia. El joven parecía su hijo, ya que tenía un porte similar al del padre, pero tenía la ropa desgarrada y sangraba por varias heridas que creímos el mismo se había provocado. Mandé a dos hombres a recoger las pertenencias de los difuntos y al niño, el cual nada más llegar los marineros, le atestó un mordisco en el brazo a Arturo, el cocinero. Este respondió al niño con un severo golpe que lo arrojo al mar y se ahogo.
“La herida era profunda, no había dañado ninguna arteria importante, pero sangraba con abundancia. A las pocas horas, Arturo empezó a sufrir terribles fiebres, sacudiéndose en su litera y delirando. Le dimos de beber ron, para tranquilizarlo y lo encerramos en el camarote bajo llave. Prohibí bajo ningún concepto entrar en la estancia.
“Al anochecer empezó la pesadilla. Su compañero de camarote, Lewis, entro para comprobar su estado, sin ningún permiso, ocultándolo a toda la tripulación.
“Pude ver con mis propios ojos como todos enloquecían. Parece ser que todos enfermaron de rabia y se estaban matando entre sí. Entre corriendo a mi camarote, desde ahí pude ver como la cubierta se llenaba de sangre, la mitad estaban ya muertos, y la otra mitad se estaban peleando como bestias. En menos de un día había perdido a toda mi tripulación, y me hallaba solo y encerrado por miedo a contagiarme.
“Ahora no puedo valerme solo para dirigir el barco y nos encontramos demasiado lejos de cualquier puerto para poder llegar en un bote. Y el destino se mofa de mí, azotando el barco que temo que se hunda, con una tormenta terrible.
“Así y no pudiendo hacer nada más, terminare con todo. Si alguien lee esto, hay un hombre que no se si seguirá vivo o muerto, oculto en la cala del barco, tras una falsa pared de cajas. Ayúdenlo a él si sigue con vida, y si ha muerto, no lo toquéis y marchar de aquí. Este barco esta maldito, no os dejéis guiar por la avaricia.
Raymond Joan, Capitán de Lenore.”

Mi cuerpo se estremecía a medida que iba leyendo la última página del diario. ¿Cuándo había sucedido todo esto? No sabía que día era. Si sabía que embarcamos el día tres de Agosto, por tanto los sucesos se remontaban a no muchos días. No se cuantos había pasado yo encerrado, pero no más de una quincena.
Tiritaba de terror, creo que me vi morir en ese mismo instante por el simple miedo. Quizás aun había alguien de la tripulación, fuera de su juicio, rabioso y acechante. Puede que estuviera al otro lado de la puerta, esperándome.
Tenía provisiones para aguanta otro mes entero. Tenía libros para entretenerme y también tenía un muerto sobre la cama donde debía dormir. Pensé rápido y levantándolo como si fuera un saco de arroz, lo arrojé fuera del camarote entreabriendo la puerta lentamente y cerrándola con llave. Decidí leer algunos libros que pudieran explicarme como orientarme a través de las estrellas y esperar a que alguna corriente amable me arrastre a la costa más próxima.
Ahora han pasado ya siete semanas, no tengo más alimentos ni he podido salir del camarote por miedo. He leído muchos libros de navegación y he aprendido todo lo que podía saber. No puedo dirigir el barco yo solo sin otra ayuda ni tampoco veo la esperanza de alcanzar algún puerto, ya que estoy en medio de la nada del mar. Encontré el veneno de Joan. Queda de sobra para mí. Pero esperaré. Arrojo esta botella al agua, con ella nada toda mi esperanza, por favor, si alguien la encuentra, que trate de ayudarme. Le recompensare copiosamente, ya que en el barco hay más de siete mil libras. No se con exactitud mi situación actual, pero creo que estoy a un millar de kilómetros del estrecho, dirección sudoeste.
Mi esperanza va con esta carta y desconsolado pido ayuda.

William Carter.

3 comentarios:

  1. ¿Si te llega esta botella, que harías?

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  2. Pues solo falta la tripulación y un barco. Habrá que cargarlo de provisiones y copiosas cantidades de ron (por si aun no se le ha cogido el gusto)

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